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.Apenassi podía discernir sus ojos (¿hundidos, salientes, de qué color?) que estaban fijos en el horizonte dramático pero nodebían tener las largas pestañas disneyanas de Esther Manzano.Hasta ahora no me habla prestado la menor aten-ción, ni siquiera pareció notar que me había sentado a su lado, que estaba allí, vivo, mirándola, y no pude ver su pupi-la viajar al borde en una mirada cinemática, y no sabría decir lo que me apresuró a abordarla, pirata pícaro.Quizáfuera que ella estaba sola o estar los dos en la misma oscuridad o ambas cosas.Tal vez técnica.Delante de nosotros65La habana para un infante difuntoGuillermo Cabrera Infantehabía otros espectadores y de pronto, sin pensarlo, le dije a ella: «Aquí no se ve nada».Se volvió hacia mí y me dijo:« ¿Cómo me dice?».Había un tono agresivo en su pregunta, tanto que intimidó mi intimidad por un momento.Por fincobré ánimo para contestarle: «Digo que aquí se ve muy mal», lo que era cierto, con todas esas cabezas espectantesdelante que hacían soñar con una guillotina horizontal.«Es verdad», dijo ella y se volvió a la pantalla.Entonces hicealgo que solamente la timidez, que nos hace a veces audaces, me compelió a hacer.La cogí por el brazo.«¡Eh!», dijoella, «¿pero qué cosa pasa?», habanera verbal.Ya todos los vecinos sabían que ocurría algo entre nosotros peronadie dijo ni hizo nada, tal vez acostumbrados a las desavenencias entre parejas (después de todo habíamos entra-do juntos), tal vez demasiado sumidos en el cine.«Vamos a cambiarnos de asiento» le anuncié y puedo jurar quenunca fui tan firme.Todavía me asombra mi audacia y mi energía, teniendo en cuenta mi edad, la educación que habíarecibido y mi natural tímido.Ella entonces hizo algo que cambió la situación en mi favor y eliminó mi embarazo: sepuso en pie y se dejó llevar del brazo.Salíamos de la fila atropellando espectadores, pisando pies, dando traspiés.Salimos de la fila y yo comencé a buscar donde sentarnos solos.Encontré un sitio suficientemente alejado y solitarioy hacia allí la conduje.Nos sentamos y fue entonces que me di cuenta que habla cometido un error: nos habíamossentado junto a la entrada del servicio de señoras, la luz del letrero genérico cayendo directamente sobre nosotros, laclaridad bañando nuestros cuerpos: más el mío, magro, que estaba sentado más cerca de la puerta prohibida.Perono había nada que hacer.Cambiar de nuevo de asiento podría incomodar a mi casi conquista (no sabía todavía si erauna conquista o no pero lo sospechaba por la facilidad con que se dejó levantar del asiento), traer sabe Dios quéinconvenientes y decidí quedarme donde estábamos.Comenzamos por hablar pero debí decir los truismos másfáciles, las palabras de ocasión más irrisorias, las tonterías indicadas porque no recuerdo lo que dije, solamenterecuerdo que entre mi monólogo monótono y los lejanos diálogos de los actores le habla pasado el brazo por los hom-bros a mi muchacha (ya no tenía duda de que era una muchacha, si la tuve alguna vez, por su voz que recuerdo jovenaunque no muy agradable: había algo de cuervo, de urraca, de cotorra en su fuerte dejo habanero, ese acento queyo todavía podía detectar a pesar de haber vivido tantos años en La Habana, el mismo que me había parecido tanextraño cuando con Eloy Santos encontré por primera vez su sonido, lleno de consonantes intermedias dobladas,arisco y, cosa curiosa, cantado, aunque los habaneros siempre decían que nosotros los de la provincia de Oriente can-tábamos, lo que a pesar mío pude comprobar que era cierto años más tarde, cuando, después de no haber visitadoel pueblo por nueve años, volví allá: era verdad: los comprovincianos cantaban y llegué a la conclusión de que losidiomas no se hablan sino se cantan, arias más que recitativos) y ninguno de los dos estábamos atendiendo a lapelícula, mirándonos el uno al otro.Ella era la niña de mis ojos, ¿pero qué vería ella en la pantalla doble de mis pupi-las? De pronto (el recuerdo comparte los saltos con los sueños y el cine y todos en esa época no tenían color: elrecuerdo, los sueños y el cine eran en blanco y negro) nos estábamos besando.Yo que hacía poco que había besa-do a una muchacha por primera vez, aunque beso leve, beso de Beba, era a mi vez besado intensamente: era ella laque me estaba besando y trataba de abrir mi boca para introducir su carne, beso de lengua que nunca me habíandado y que aunque yo conocía por referencias (entre ellas las literarias: venidas de las novelitas galantes, no de loque era mi favorita fuente de literatura: el cine: entonces en el cine nadie se besaba con la boca abierta, pese a lapasión, controlada por la censura) no me parecía un acto higiénico, que era por doble herencia paterna y materna unapreocupación máxima: la higiene, la única protección contra la pobreza, que es como decir contra la vida ya que vivíapobremente: mi vida era la pobreza.Las reglas iban del impostergable lavarse las manos antes de comer (mi padreinsistía al principio de la llegada a la ciudad, capital del vicio y del virus, que lo hiciera cada vez que viniera de la calle,pero tuvo que pactar en su guerra contra los microbios: una de las características de la pobreza en Zulueta 408 eraque el agua corriente se hacia espasmódica y había que esperar que brotara, milagro repetido, una o dos horas al díay luego dejó de subir del todo y habla que bajar a buscarla o irla a acopiar al amanecer a la pila pública que había enla plaza de Alvear justa justicia: Alvear fue el constructor del acueducto y en la placita tenia no sólo su monumentoepónimo sino su escarnio anónimo-, a tres cuadras de casa, famosa fuente artificial que aparece al principio de unanovela notable y un film notorio.Mi vida en La Habana, temprano en la mañana, estaba dominada por la preocupación,la obsesión de terminar de cargar el agua suficiente para el día en dos cubos, asesinos de las manos, antes de quecomenzaran a congregarse los estudiantes a la puerta del Instituto, que había algunos que ya a las siete y media esta-ban esperando que abrieran las puertas y entre éstos sin duda debía de haber uno o dos conocidos y, lo que era peor,una conocida) a estipulaciones nunca expresadas porque mi padre era un fanático de la higiene tanto como del comu-nismo y mi madre una loca por la limpieza, que sin duda incluían para los dos la prohibición del sexo oral, la clase debesos que me estaba dando esta muchacha ahora, su lengua buscando la mía, ávida y violenta, empujándome haciaatrás en mi asiento (ella estaba casi encimada) y yo preocupado no tanto con la higiene como con la luz que catadirectamente sobre esta zona hecha erógena de lunetas
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